Goya pinta este óleo entre 1771 y 1774 para la devoción particular de sus familiares. En la pintura se evidencia la admiración que por tradición siente esta familia hacia San Francisco Javier, nombre muy común entre los Lucientes. De su rama genealógica se conoce a su tía materna , Doña Francisca, así como a un Francisco Lucientes. El nombre continuaría con el propio Goya, que recibe los nombres de Francisco José por su madrina de bautismo Francisca de Grasa. El pintor continuaría con la tradición dando a su hijo los nombres de Francisco Javier.
La temática de este pequeño lienzo está inspirada en un dibujo de Niccolo Bertuzzi que el joven artista pudo ver durante su formación en la Academia de Luzán en Zaragoza. La escena principal se desarrolla en el interior de una sencilla arquitectura, formada por un pequeño chamizo de madera y paja que cobija al santo. Coronándolo se disponen dos angelotes que lo acompañan en el momento de morir. El tratamiento expresivo del rostro moribundo e implorante de San Francisco y la fuerza de sus manos de nudillos vigorosos, nos anuncian a un Goya posterior.
San Francisco viste el hábito pardo de la orden jesuítica, en el que destaca la concha de peregrino con el atributo de un cangrejo que, según la leyenda, rescató el crucifijo del Santo cuando se le cayó al mar. De pincelada rápida y vigorosa en la que destaca el abocetamiento antes que la minuciosidad, en un plano alejado se reconocen las velas de dos barcos que simbolizan el trabajo del misionero en tierras lejanas. La composición está resuelta a base de amplias manchas de color dentro de unas equilibradas gamas cromáticas. La luz cenital alta incide en las manos y rostro del Santo imprimiendo una mayor espiritualidad.