Gregorio Fernández realiza esta talla de Cristo Yacente entre 1631 y 1636 para la Catedral de Segovia, por encargo del obispo Melchor Moscoso de Saldoval. Dentro de la obra de este escultor, los Cristos Yacentes son su trabajo más recurrente y destacado. Este de Segovia está colocado dentro de una urna dorada, en la parte baja del retablo que Juan de Lobera realiza en ese mismo siglo XVII. Su tardía ejecución hace que, aun siguiendo el modelo de los Yacentes de Fernández, esté más perfeccionada, lo que se traduce en una imagen espléndida.
El Cristo está colocado sobre un
sudario con abundantes pliegues, apoyando su cabeza sobre una almohada blanca
adornada con motivos dorados. Destaca la profunda expresión de muerte que tiene
en el rostro, con los ojos y la boca entreabiertos. Por la frente se desliza la
sangre de las heridas producidas por la corona de espinas. La barba bipartita y
el cabello de mechones rizados se extienden sobre la almohada, donde el pintor
ha añadido otros mechones más finos.
En el cuerpo destaca una profunda
llaga, producida por la lanzada, de la que brotan sangre y agua. El paño de
pureza está abierto, dejando ver en su totalidad la pierna izquierda. La
tensión en que parecen estar los músculos, junto a la profunda expresividad del
rostro, hacen que parezca que Cristo todavía vive. Los brazos están extendidos
sobre el sudario y en las manos y pies salen regueros de sangre producto de las
heridas de los clavos. La pierna derecha está recta, y la izquierda flexionada
ligeramente para mostrar las heridas sangrantes de las rodillas, producidas
seguramente por las caídas en su camino hacia el Calvario.
La policromía está hecha con una
encarnación mate muy fina, salvo los dedos de manos y pies que se presentan
amoratados. Existe una cierta recreación en la sangre, con tonalidades claras y
oscuras, como representando las zonas en las que aún está caliente y otras en
las que ha coagulado. Todo ello, talla y pintado, dotan a la figura de un gran
realismo.